jueves, agosto 16, 2007

El tio Chuco se ha muerto

Recordar al tio Chuco (hermano de mi padre) es recordar el Alberche, una casa que tenian mis abuelos en un idílico lugar en Gredos, a la orilla del pantano del Burguillo (en Ávila).

Al tío Chuco le gustaba tanto el Alberche que se acabó haciendo una casa allí. Se había jubilado hace poco y pasaba allí mucho tiempo con tía Pilar, Drako (pastor alemán, sucesor de Win) y Taco (schauzer pequeño, hermano de mi Pulga). Este verano habían terminado la piscina y le dio un infarto mientras se bañaba en ella. Al principio no le dió importancia, pero cuando llegaron al hospital murió al poco de ingresar, con 65 años.

Recuerdo del Alberche que no había nada concreto que hacer nunca en todo el día, sólo lo que más te apeteciese en cada momento, las únicas obligaciones eran las de estar a la hora de comer y cenar. El tiempo transcurría a un ritmo especial: lento, sin sobresaltos, con muchos silencios.

A la tele solo llegaba Tve1 y a la hora de la siesta veíamos Cristal (un culebrón de los auténticos venezolanos, no esos que ponen ahora en los que la gente se viste bien y todo). Mi Tata dejaba entonces su trajín contínuo, se sentaba y lo iba comentando a tiempo real, “…pobrecita, el otro no la quiere” o bien “…que mala es”. Echábamos larguísimas partidas de continental, con tres o cuatro barajas y un montón de jugadores, y las excursiones al mercadillo del Barraco eran el acontecimiento social, del que volvíamos invariablemente cargados de chucherías y aperitivos chinos en los que nos gastabamos “la peseta de los domingos”, una brillante moneda de 500 pesetas que nos daba Abo (mi abuelo) con mucha ceremonia.

De noche, la vía láctea realmente se merecía su nombre y nos quedábamos hasta las dos o las tres de la mañana mirando el cielo con la luz apagada, bebiendo vino de la cooperativa del pueblo (los mayores) y comiendo morcilla de arroz y arroz con leche de la Tata. Mientras, adivinábamos la hora a la que los satélites iban a pasar sobre nosotros como lentas y perseverantes estrellas viajeras y el tio Chuco se aprovechaba de mi mente ya sugestionada para convencerme de que me iba a llevar a su casa de cristal en la Luna montados en su burrito Abá y con Trajesón, su criado.
De día yo normalmente me piraba por ahí sólo o quizás con algún perro a “investigar” y me subía a los enormes bloques de granito, redondeados por la erosión, que bordeaban el pantano (recuerdo verme en apuros para bajar más de una vez). O me iba a buscar cristales de cuarzo en una veta que tenía localizada.

Hace muchos años ya de esto. Abo se murió y después Aba, y fuimos dejando de ir. Yo estuve hace tres o cuatro años, a la vuelta de un viaje por el Norte, dormí allí una noche, y la casa estaba igual, pero vacía. Y llena de recuerdos.

Ahora estoy aquí, desconcertado por la jugarreta del tio Chuco, sintiendo de repente el vacío de todos estos años y dandome cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y sólo acertamos a fijar algunos recuerdos concretos, que se van curando como un buen queso y pasan a formar parte de lo que somos, influyendo sin que nos demos cuenta sobre nuestros actos (al fin y al cabo usamos el mismo cerebro para todo).

Muchos de los recuerdos de mi infancia tienen que ver con el tío Chuco. Recuerdo quedarme dormido en su barrigota cuando era muy pequeño, y un año en que me regaló un cubo lleno de piruletas por navidad con una nota que decía “para que te endulces el año” (mi madre se llevó las manos a la cabeza). Recuerdo el concurso de paellas, y cómo tio Chuco tapaba la marca de su arroz, que era SOS, como si fuese un gran ingrediente secreto. Y las historias fantásticas que nos contaba de su hermano Pablo (un tío mío que no existe, más tarde me enteré de que fue un aborto de mi abuela). Recuerdo que tenía una barca de cristal (esta vez de verdad, de fibra de carbono transparente) con la que remábamos en el pantano y unas gafas de esas que se oscurecen con el sol.

Repentinamente, soy consciente de que no voy a volver a ver al tío Chuco. Me doy cuenta de que le quería y de que, aunque no lo veía nunca, sabía que estaba ahí, que podía contar con él y que por supuesto volvería a verle en algún momento. Sin darme cuenta de que hay que hacer un esfuerzo para ver a la gente que quieres y no dejarse llevar por la rutina.

En fin, de todas formas mañana me despertaré y seguiré improvisando.

No sé como pudo ser su muerte, pero estoy casi seguro de que si estaba en el Alberche cuando ocurrió, estaba siendo feliz.

No hay comentarios: